viernes, 18 de septiembre de 2009

Princesas y guerreras


Ya desde pequeña he sido rara. Especial, que habría dicho mi madre. Pero olvidémonos de eufemismos. Soy rarita.

En el cole no tenía amigos, no jugaba con las otras niñas. Prefería perderme por el enorme colegio inventándome historias y soñando despierta. Nunca me invitaron cumpleaños ni a fiestas y después del cole iba directamente a casa. Una vez me cerraron la biblioteca estando yo dentro y no me enteré porque estaba leyendo. Hasta que mi madre les obligó a abrirla, claro.

En el instituto formaba parte del grupo de los raritos, de los gafapasta y tímidos que montaban juegos extraños para pasar el rato, que se disfrazaban de personajes que nadie conocía y que leían libros. Y que luego los comentaban luego, claro.

La facultad... eso fue un descubrimiento para mí. Podía ser tal como quería sin que eso implicara una marginación social. Me aceptaban tal como era. Y tenía amigos de todo tipo y color. Y fue allí donde descubrí a las princesas y a las guerreras.

Las princesas eran las niñas delicadas y femeninas, que se preocupaban por su pelo, iban juntas de compras, y soñaban con vestidos y dietas.

Mentiría si dijera que no deseé formar parte de ese selecto grupo. Las despreciaba por ser tan superficiales, por ser tan limitadas en todo lo que no fuera moda, pero adoraba esa divinidad que las rodeaba, esa seguridad que yo nunca tuve. Moría de envidia pero me hubiera mordido la lengua antes de admitirlo.

Las guerreras eran esas chicas que trascendían de la imagen. Su aspecto se creaba por su estado de ánimo y los tacones normalmente no eran una opción. Leían, se saltaban clases para ir al bar, pero siempre conseguían los apuntes y te las encontrabas en la biblioteca. Mantenían conversaciones profundas y se mezclaban con los chicos sin un ápice de tensión sexual, siendo uno más del grupo. Eran maduras y mayores, aunque tuvieran mi misma edad.

También las envidiaba. Eran asquerosamente perfectas, pues el no esforzarse en ser bellas las hacía más atractivas. Y tenían la cabeza llena de cosas, sabían de todo, y no temían equivocarse pues no era humillante cometer errores. Uno aprendía de ellos. Se supone, claro.

Pero no tenía ni de un lado, ni de otro. No podía formar parte ni de un grupo ni del otro.

No era(soy) bonita, ni tenía dinero para ir de compras, ni siquiera tenía maquillaje, y por supuesto no tenía ni un solo zapato de tacón. No era(soy) un princesa.

Mi seguridad en mi misma dejaba bastante que desear, era(soy) incapaz de imponer mis ideas, aunque crea que son las correctas, soy descuidada con mis amigos y me escondo de las confrontaciones. Tampoco soy una guerrera.

Soy un bicho raro.

Tal vez sea porque lo que siempre he querido ser es una princesa guerrera. En plan Xena o una de las chicas de Luis Royo, aunque os riáis. Guapa pero fuerte, sensible pero segura de si misma, delicada pero independiente. Poder enfrentarme al mundo sabiendo que puedo defenderme de todo mal.

Pero si te cuidas mucho el pelo y te maquillas para estar guapa, no tienes tiempo para ir a hacer pesas al gimnasio. Y si vas de compras para llevar esa faldita de cuero tan mona para pelear con los malos no puedes acabar de leer ese interesante libro sobre economía. Y si vas al spa a relajarme, no puedes quedar con mis amigos para ir a ver la última obra de teatro intelectual.

¿Ahora entendéis porque soy como soy? Voy de un lado para otro sin decidirme como ser porque ninguna forma de ser me llena.

Sigh.

¿Y sabéis que? Estoy cansada. Llevo treinta años intentando ser perfecta y he decidido que no vale la pena. Es agotador y no da resultados, como una mala dieta. Además, me gusta como soy. No del todo, vale, pero ya me he acostumbrado a mis defectos y los encontraría a faltar si fuera perfecta.

Además, ¿y si luego no me gusta ser perfecta?

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