viernes, 7 de agosto de 2009

¡Así cosía, así, así!


El tercer punto del plan era el que más dificultades me iba a dar. La máquina heredada de mi madre tenía ya sus añitos, y la pobre había trabajado durante mucho tiempo sin una queja. Era un armatoste enorme y cuadrado que hacía las puntadas básicas y poco más. Tenía problemas con la tensión del hilo y cada cuatro puntadas tenía que parar y regularla. Cada dos por tres partía el hilo y tenía que perder cinco minutos en desenredarlo y enhebrar la aguja de nuevo. Y hasta ese momento solo la había utilizado para pequeños arreglos.

El primer día que empecé lo capa, partí dos agujas. La tela era demasiado gorda y tenía dificultades para pasarla por debajo del prénsatelas. Y cuando conseguía colocarla, la aguja se negaba a atravesarla. Era una lucha de voluntades: ella mugía y gruñía negándose a clavarse en la tela, yo gruñía más apretando con desesperación el pedal de la máquina. Y me quedé sin las dos agujas que tenía.
Yo por esos tiempos no tenía ni idea de que había diferentes tipos de aguja. Y mucho menos de dónde comprarlas. Me recorrí todo el centro intentando intuir donde podría conseguir, hasta que la obviedad me golpeó en el rostro: en una mercería. Fue descubrir un mundo nuevo. Un sitio lleno de señoras rebuscando entre retales y cintas de raso, escaparates llenos de encajes y automáticos, alfileres y tijeras. Y por supuesto agujas para máquina. Tuve que hacerle una descripción de la máquina de coser a la dependienta para conseguir las agujas que necesitaba pero la chica estuvo muy amable y me enseño los diferentes tipos de aguja y para que servía cada una. Desde entonces tengo un suministro importante de agujas.

Pero aunque tenía agujas nuevas y preparadas para tela gruesa, el cansancio de mi máquina era manifiesto. Hacía puntadas irregulares, por culpa de la mala tensión del hilo, haciendo que algunas veces se me arrugara la tela de lo apretadas que eran, mientras que otras se me hacía un batiburrillo de hilo por lo suelto que entraba. Tuve que coser los tres metros de tela con una lentitud exasperante, corrigiendo puntadas, descosiendo a veces, recolocando la tela que se movía (no, tampoco sabía lo que era un hilván).

Pasaron semanas, y naturalmente se nos pasó en encuentro medieval y la capa no estaba terminada. Al final tampoco fuimos, aunque no recuerdo si fue por mi fracaso o por otra razón. Las dificultades técnicas a las que me había enfrentado me hicieron plantear jubilar la máquina de coser (la pobre se lo merecía) y comprar una nueva con la que no tuviera tantos problemas.

Desde ese pensamiento hasta su realización pasaron dos años, en los que casi no toque la máquina de coser

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