Por Semana Santa del año pasado me puse enferma. Estaba con movidas en el trabajo, con comité de empresa, denuncias y demás. Levantarme cada mañana para enfrentere a ese infierno era un reto. Iba temiendo el ambiente enrarecido, las miradas, las palabras. Y mi cuerpo se resintió. De repente tenía un agotamiento anormal invadiéndome. Parecía que había envejecido 20 años de golpe.
Todo empezó un lunes cuando al ir a coger el metro me desplomé. No es que me desmayara, es que mi cuerpo perdió todo el fuelle. Ni siquiera estaba mareada. Solo muy cansada. Llamé al trabajo para decir que no llegaba y me dirigí al ambulatorio. Ir al médico fue una odisea ya que no podía ir sola, y recorría la calle a paso de tortuga reumática. No supieron decirme que me pasaba aunque era evidente que algo tenía. ¿Que podía decirles? No estaba mareada, ni con nauseas ni dolores. Solo muuuuuy cansada. Una semanita de baja. Perfecto sino hubiera sido porque iba a estar enclaustrada en casa, claro. Ni siquiera podía ni bajar al súper a comprar el pan porque a medio camino estaba tirada en la calle.
¿Y que iba a hacer yo con todo ese tiempo, sin poderme mover más de cinco metros sin desfallecer?
A estas alturas es evidente mi amor por los corsés. El hacerse uno quedaba fuera de mi alcance, ya me había resignado, pero entonces descubrí los collares corsé. O un corsé de cuello. O halskorsett, como descubrí que se decía en alemán, lugar donde había una gran profusión de este complemento. He de decir que no sé alemán, pero veía esas fotos y me deshacía en suspiros de cansancio y adoración.
Me zambullí en Google y me decidí a intentarlo. Total, tenía tiempo de sobra.
Todo el día en el sofá, rodeada de retales, mis hilos y agujas dieron como resultado mi halskorsett de cuero. A mano, que la máquina se negó a dar una sola puntada en cuero. Y no fue fácil. En este collar ha quedado mi sudor y mi sangre. Literal, que acabé con los dedos destrozados. Pero feliz por mi primer corsé. Aunque fuera un corsé para el cuello.
Y ese fue el principio.
Todo empezó un lunes cuando al ir a coger el metro me desplomé. No es que me desmayara, es que mi cuerpo perdió todo el fuelle. Ni siquiera estaba mareada. Solo muy cansada. Llamé al trabajo para decir que no llegaba y me dirigí al ambulatorio. Ir al médico fue una odisea ya que no podía ir sola, y recorría la calle a paso de tortuga reumática. No supieron decirme que me pasaba aunque era evidente que algo tenía. ¿Que podía decirles? No estaba mareada, ni con nauseas ni dolores. Solo muuuuuy cansada. Una semanita de baja. Perfecto sino hubiera sido porque iba a estar enclaustrada en casa, claro. Ni siquiera podía ni bajar al súper a comprar el pan porque a medio camino estaba tirada en la calle.
¿Y que iba a hacer yo con todo ese tiempo, sin poderme mover más de cinco metros sin desfallecer?
A estas alturas es evidente mi amor por los corsés. El hacerse uno quedaba fuera de mi alcance, ya me había resignado, pero entonces descubrí los collares corsé. O un corsé de cuello. O halskorsett, como descubrí que se decía en alemán, lugar donde había una gran profusión de este complemento. He de decir que no sé alemán, pero veía esas fotos y me deshacía en suspiros de cansancio y adoración.
Me zambullí en Google y me decidí a intentarlo. Total, tenía tiempo de sobra.
Todo el día en el sofá, rodeada de retales, mis hilos y agujas dieron como resultado mi halskorsett de cuero. A mano, que la máquina se negó a dar una sola puntada en cuero. Y no fue fácil. En este collar ha quedado mi sudor y mi sangre. Literal, que acabé con los dedos destrozados. Pero feliz por mi primer corsé. Aunque fuera un corsé para el cuello.
Y ese fue el principio.
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